Una propuesta que, como poco, parece poco ortodoxa y que se asemeja más a las travesuras de un niño que quiere llamar la atención de sus despistados padres, que a una proposición política sensata y formal. Una llamada de atención hacia Estados Unidos, que inmiscuidos en otros asuntos de materia económica y financiera, demuestran haberse olvidado de los problemas de sus vecinos que tanto les necesitan.
Pero el debate ya no se encuentra sólo en el ámbito político, sino que traspasa fronteras hasta el límite de lo ético y filosófico. No se trata de penalizar o no penalizar, sino de que si el acto cometido no es moral ni decente, por mucho que lo legalicemos, seguirá sin serlo. Barrer la basura hacia debajo de la alfombra no es sinónimo de limpiar, sino de esconder, de esconder un problema que volverá a surgir y brotar de la semilla que no se elimine.
Lo que el presidente guatemalteco denomina como “un problema regional”, es, en realidad, un dilema mundial que azota tanto a los países más desarrollados como a los que se encuentran en vías de ello. Es cierto que la intensidad y la profundidad de la cuestión afecta de manera diferente en cada región, pero la posición debe ser conjunta y firme, basada en acuerdos internacionales de cooperación policial que reduzcan las posibilidades de los cárteles de la droga hasta ahogar su poder y su negocio.
La solución no pasa por legalizar este mercado, sino por combatirlo a base de una seguridad nacional que en la actualidad es prácticamente inexistente en América Latina; por el desarrollo de una presión fiscal que permita la garantía de unos servicios y derechos financiados públicamente, por la evolución hacia un modelo democrático y social avanzado y sólido.
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